2012/10/21

apuntes sobre el camino (de ida y vuelta)

un cielo inmenso, vestido completamente de azul, como no lo había hecho hace días, acompañó el inicio de un viaje necesario para dejar atrás cualquier vestigio de palabras huecas, de algún silencio, de la ira, de la melancolía, del miedo.

todavía en Quito, entre las montañas, vi con claridad cómo el sol se desperezaba y abría un ojo y otro, retrasando la llegada plena del día, casi como si no quisiera dejar que la luna se fuese -ella estaba todavía ahí, dibujando la sonrisa del Gato de Cheshire-. también yo sonreí, imposible no hacerlo con ese espectáculo con el que la vida me hacía sentir que estaba bien cerrar la puerta e irme, aunque sea por un rato, para olvidar a los más mortales habitantes de este espacio sin tiempo.

confieso que me dormí más de una vez (no había estado ni tres horas en la cama y ya tuve que despertar), pero de cuando en cuando abría los ojos y alguna imagen hermosa me acariciaba el alma: montañas de tamaños y colores varios, árboles inmensos, flores, plantas creciendo hasta en los techos, gente haciendo suyo mi camino... solo el frío y el sueño me obligaban a desconectarme por momentos de ese regalo para los sentidos.

siempre amé cada rincón de Imbabura que puede conocer, es una provincia bellísima, desde el más pequeño de sus lagos hasta el más grande ser humano que la habita; pero a Carchi nunca le había prestado mucha atención: para mí era solo un lugar de paso, un sitio en la frontera norte, nada más. esta vez miré con atención, respiré profundo su aire, me dejé seducir por los cachetes rojos de sus niños y el cantadito de quienes iban y venían por el parque central de Tulcán. ¡qué maravilloso me pareció el paisaje de Carchi!, no sé si es común, pero el cielo ayer era especialmente bello ahí, las pocas nubes que lo decoraban eran tan blancas, tan dibujos de seres mágicos, tan cometas que invitan a volar...

en Ipiales no encontré algo nuevo: las calles son las mismas, las tiendas son las mismas, la comida es la misma; pero ese era el destino del viaje, así que había que rescatar algo de magia de entre el tumulto de compradores que día a día -y los fines de semana especialmente- cruza la frontera para intentar estirar sus dólares y abastecerse de ropa, comida, útiles escolares y muchas, pero muchas golosinas. no fue tan difícil: esa magia estaba en la ausencia de señal en mi celular, en el caminar libre, sin preocuparme de llegar a algún lugar a la hora fijada por alguien más; ninguna de las cosas que me ofrecieron los vendedores, ninguna de las cosas que compré, ningún objeto comerciable sobre la Tierra se compara con la sensación de ser dueña de mis pasos, de mis momentos, de la seguridad de caminar en compañía de la gente que me importa y a quien le importo.

el camino de vuelta se hizo eterno, el cansancio físico hacía que cada kilómetro fuese mucho más largo, pero no dejó de sorprenderme esa manera de abrigar los instantes que tiene la naturaleza. el atardecer fue deslumbrante, jamás pensé que en pleno invierno, entre las montañas, el sol se pondría así de bello y generoso: compartió la fuerza de sus tonos naranja con las nubes y montañas que estaban cerca, por si se animaba a cobijarse y dormir de una vez por todas, dando paso a la reina absoluta de la noche, su luna amada.

entre estrellas y nubes casi invisibles, la luna se dejó ver una vez más en su esplendor: hermosa como solo es ella, brillante, hechicera. en el Juncal, como yapa de los ovitos y pepinos, muchas sonrisas amables se juntaron con todo lo que acumulé en mi bolso a lo largo del día. la última parada, antes de volver a casa fue en Otavalo, para recargar las pilas y sentir la energía buena de sus calles tranquilas.




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