2013/09/30

OMATUKI SE PIERDE EN LA SELVA (La historia de mi abuela sabia)





En el mundo hay un tesoro, un lugar en el que conviven pumas, tigrillos, perezosos y monos; si uno mira hacia arriba, puede hallar papagayos, tucanes y colibríes; en el suelo, en el agua, entre las plantas hay ranas, boas, tortugas, nutrias, caimanes, mariposas, escarabajos, cigarras y muchos otros animales. Hay árboles inmensos, lianas fuertes y orquídeas de colores. Es un parque natural muy grande, se llama Yasuní.

Aquí, en el Parque Nacional Yasuní, vivimos muchas personas: los waorani, los tagaeri y los taromenane somos nativos de este territorio; otros, a los que les llaman colonos, vinieron a trabajar en los alrededores. Respetamos a todos los seres vivos que comparten este espacio con nosotros, por eso se mantienen sanos los animales y las plantas crecen libremente. En otros lugares, cuentan los colonos, la gente está triste porque cada vez hay menos plantas y los animales se mueren.

No sé si los niños que viven lejos de la selva sepan lo importante y hermoso que es el Yasuní, a veces me gustaría que todos escuchen a mi abuela para que puedan aprender lo que ella nos enseña. Ella es una mujer sabia, es que ha vivido más años que todos y aprendió muchas cosas desde niña, gracias a que siempre le prestó mucha atención a su abuelo, que también era sabio, porque era el más viejo de la comunidad. Me gusta sentarme frente a ella cuando nos cuenta las cosas importantes de la vida e imaginar lo que nos va narrando, aunque a veces me asusto un poco, especialmente cuando nos habla de animales con dientes grandes y fuertes, como el jaguar.

Mientras afuera llueve, porque aquí llueve mucho, ella les enseña a las mujeres los secretos de las plantas con las que cocinan y luego nos llama a todos los niños para hablarnos de la historia de nuestro pueblo y de las cosas que hacía cuando ella era pequeña. Ayer, después de que los hombres salieron a buscar comida, mi madre comentó que había visto a un venado colorado cerca de la casa, la abuela dijo que ya debía estar lejos, pero que si alguno de nosotros lo ve, no debe molestarlo.

“Los espíritus de la selva se presentan en forma de animales, plantas, ríos o gente de paz y son los que nos mantienen a salvo de las cosas malas”, dijo mi abuela y luego nos invitó a sentarnos cerca de ella para narrarnos una historia y explicarnos mejor lo que había querido decir:


Omatuki escuchaba siempre con atención a su abuelo Apa, le gustaba aprender y esa era la mejor forma. Él le había contado que las plantas que los rodeaban, los animales y los ríos estaban ahí para protegerlos del humo negro que enfermaba a la gente que se alejaba de la selva.

“El águila lo ve todo desde lo alto, cuando se acerca es para que sepamos que algo malo puede pasar”, decía Apa, por eso Omatuki miraba todos los días al cielo y sonreía cuando veía pasar al águila muy arriba. Pero el anciano también le había enseñado que era muy entretenido detenerse a mirar el suelo: saltamontes, hormigas, escarabajos, gusanos y muchos otros bichos pequeñitos se movían alegremente entre las hojas caídas y luego trepaban por los troncos de árboles inmensos.

Cuando acompañaba a su madre a traer agua del río Tiputini, veía cómo entre las flores de colores los colibríes y las mariposas parecían bailar al ritmo del canto de los pájaros, que estaban escondidos en las copas de los árboles. Los monos también se movían mucho, brincaban de rama en rama y a veces se acercaban a las casas y espiaban con mucha curiosidad a las mujeres que preparaban la comida con los frutos y animales que los hombres traían luego de la cacería.

Omatuki permanecía siempre cerca de las personas mayores, como las otras niñas y los niños de su comunidad, pero a veces le llamaba la atención alguna mariposa o un leoncillo juguetón y se iba detrás de ellos como encantada por sus movimientos. Una mañana, vio que sobre una orquídea se posó una mariposa de colores brillantes que parecía tener ojos en las alas, quiso comprobar si era posible que una criatura viese con sus alas, así que se acercó. El movimiento de Omatuki espantó al insecto y este voló en dirección a otra flor.

La niña caminó más rápido, quería ver de cerca las alas con ojos, pero la mariposa seguía escapando y así ambas se alejaban cada vez más de la casa. Tropezó con una piedra grande y eso le distrajo de su objetivo, fue entonces cuando se dio cuenta de que no sabía en dónde estaba. Miró alrededor y todo se parecía: vegetación espesa e insectos atareados por todos lados.

Al principio se sintió muy angustiada y estuvo a punto de llorar, pero recordó las palabras de Apa: “toda la selva es nuestra casa, todos los seres que la habitan son nuestra familia”. Más tranquila, se sentó en la piedra con la que había tropezado para pensar en una solución a su problema. Escuchó que algo se movía entre las ramas de uno de los árboles cercanos, cuando alzó su vista vio a un mono araña, el animalito se detuvo un momento y luego bajó hasta donde estaba ella.

“¿También estás perdido?” le preguntó Omatuki al mono, “no te preocupes, nos haremos compañía y nada malo pasará”, este se trepó en la cabeza de la pequeña y le hizo cosquillas en el cuello con su cola. Ella rió y le ofreció una hoja de las que estaban en el piso. El animal dio un salto y se paró frente a la niña, con su mirada parecía invitar a Omatuki a seguirlo, así que también ella se puso de pie y decidió dejarse guiar por su peludo amigo.

Entre risas, saltos y volteretas, la niña y el mono –sin darse cuenta- habían tomado un camino que llevó de vuelta a Omatuki a su casa. Al llegar, la madre de la pequeña estaba parada en la puerta, llamándola, y sonrió al verla. El animal se trepó en el hombro de la pequeña aventurera y entraron.

La comida estaba lista, Omatuki tomó de su porción un trozo de yuca y se lo ofreció al monito, este lo agarró sin dudarlo y, después de hacerle nuevamente cosquillas con la cola, de un brinco se fue hacia la puerta y regresó a la selva. “¡Gracias!” gritó la niña y se despidió de su amigo haciendo un gesto con la mano. Luego contó su aventura y el abuelo acarició su cabeza mientras les decía a todos: “nunca olviden que si cuidamos nuestra casa y a nuestra familia, estaremos siempre protegidos”.


 “¡Qué historia tan bonita!”, exclamé. Mi abuela sonrió y nos dijo que salgamos a jugar, pero que nos quedemos cerca. Se puso de pie y fue hasta donde estaba la comida, tomó un trozo de yuca, salió y lo dejó sobre una roca grande que estaba a unos metros de la puerta.