En el mundo hay un tesoro, un lugar en el que conviven
pumas, tigrillos, perezosos y monos; si uno mira hacia arriba, puede hallar
papagayos, tucanes y colibríes; en el suelo, en el agua, entre las plantas hay
ranas, boas, tortugas, nutrias, caimanes, mariposas, escarabajos, cigarras y
muchos otros animales. Hay árboles inmensos, lianas fuertes y orquídeas de
colores. Es un parque natural muy grande, se llama Yasuní.
Aquí, en el Parque Nacional Yasuní, vivimos muchas
personas: los waorani, los tagaeri y los taromenane somos nativos de este
territorio; otros, a los que les llaman colonos, vinieron a trabajar en los alrededores. Respetamos a todos
los seres vivos que comparten este espacio con nosotros, por eso se mantienen
sanos los animales y las plantas crecen libremente. En otros lugares, cuentan
los colonos, la gente está triste porque cada vez hay menos plantas y los
animales se mueren.
No sé si los niños que viven lejos de la selva sepan
lo importante y hermoso que es el Yasuní, a veces me gustaría que todos escuchen
a mi abuela para que puedan aprender lo que ella nos enseña. Ella es una mujer
sabia, es que ha vivido más años que todos y aprendió muchas cosas desde niña,
gracias a que siempre le prestó mucha atención a su abuelo, que también era
sabio, porque era el más viejo de la comunidad. Me gusta sentarme frente a ella
cuando nos cuenta las cosas importantes de la vida e imaginar lo que nos va
narrando, aunque a veces me asusto un poco, especialmente cuando nos habla de
animales con dientes grandes y fuertes, como el jaguar.
Mientras afuera llueve, porque aquí llueve mucho,
ella les enseña a las mujeres los secretos de las plantas con las que cocinan y
luego nos llama a todos los niños para hablarnos de la historia de nuestro
pueblo y de las cosas que hacía cuando ella era pequeña. Ayer, después de que
los hombres salieron a buscar comida, mi madre comentó que había visto a un venado
colorado cerca de la casa, la abuela dijo que ya debía estar lejos, pero que si
alguno de nosotros lo ve, no debe molestarlo.
“Los espíritus de la selva se presentan en forma de
animales, plantas, ríos o gente de paz y son los que nos mantienen a salvo de
las cosas malas”, dijo mi abuela y luego nos invitó a sentarnos cerca de ella
para narrarnos una historia y explicarnos mejor lo que había querido decir:
Omatuki
escuchaba siempre con atención a su abuelo Apa, le gustaba aprender y esa era
la mejor forma. Él le había contado que las plantas que los rodeaban, los
animales y los ríos estaban ahí para protegerlos del humo negro que enfermaba a
la gente que se alejaba de la selva.
“El águila
lo ve todo desde lo alto, cuando se acerca es para que sepamos que algo malo
puede pasar”, decía Apa, por eso Omatuki miraba todos los días al cielo y sonreía
cuando veía pasar al águila muy arriba. Pero el anciano también le había
enseñado que era muy entretenido detenerse a mirar el suelo: saltamontes,
hormigas, escarabajos, gusanos y muchos otros bichos pequeñitos se movían
alegremente entre las hojas caídas y luego trepaban por los troncos de árboles
inmensos.
Cuando
acompañaba a su madre a traer agua del río Tiputini, veía cómo entre las flores
de colores los colibríes y las mariposas parecían bailar al ritmo del canto de
los pájaros, que estaban escondidos en las copas de los árboles. Los monos
también se movían mucho, brincaban de rama en rama y a veces se acercaban a las
casas y espiaban con mucha curiosidad a las mujeres que preparaban la comida
con los frutos y animales que los hombres traían luego de la cacería.
Omatuki permanecía
siempre cerca de las personas mayores, como las otras niñas y los niños de su
comunidad, pero a veces le llamaba la atención alguna mariposa o un leoncillo
juguetón y se iba detrás de ellos como encantada por sus movimientos. Una mañana,
vio que sobre una orquídea se posó una mariposa de colores brillantes que
parecía tener ojos en las alas, quiso comprobar si era posible que una criatura
viese con sus alas, así que se acercó. El movimiento de Omatuki espantó al
insecto y este voló en dirección a otra flor.
La niña
caminó más rápido, quería ver de cerca las alas con ojos, pero la mariposa
seguía escapando y así ambas se alejaban cada vez más de la casa. Tropezó con
una piedra grande y eso le distrajo de su objetivo, fue entonces cuando se dio
cuenta de que no sabía en dónde estaba. Miró alrededor y todo se parecía:
vegetación espesa e insectos atareados por todos lados.
Al principio
se sintió muy angustiada y estuvo a punto de llorar, pero recordó las palabras
de Apa: “toda la selva es nuestra casa, todos los seres que la habitan son
nuestra familia”. Más tranquila, se sentó en la piedra con la que había
tropezado para pensar en una solución a su problema. Escuchó que algo se movía
entre las ramas de uno de los árboles cercanos, cuando alzó su vista vio a un
mono araña, el animalito se detuvo un momento y luego bajó hasta donde estaba
ella.
“¿También
estás perdido?” le preguntó Omatuki al mono, “no te preocupes, nos haremos
compañía y nada malo pasará”, este se trepó en la cabeza de la pequeña y le
hizo cosquillas en el cuello con su cola. Ella rió y le ofreció una hoja de las que estaban
en el piso. El animal dio un salto y se paró frente a la niña, con su mirada
parecía invitar a Omatuki a seguirlo, así que también ella se puso de pie y decidió
dejarse guiar por su peludo amigo.
Entre risas,
saltos y volteretas, la niña y el mono –sin darse cuenta- habían tomado un
camino que llevó de vuelta a Omatuki a su casa. Al llegar, la madre de la
pequeña estaba parada en la puerta, llamándola, y sonrió al verla. El animal se
trepó en el hombro de la pequeña aventurera y entraron.
La comida
estaba lista, Omatuki tomó de su porción un trozo de yuca y se lo ofreció al
monito, este lo agarró sin dudarlo y, después de hacerle nuevamente cosquillas
con la cola, de un brinco se fue hacia la puerta y regresó a la selva.
“¡Gracias!” gritó la niña y se despidió de su amigo haciendo un gesto con la
mano. Luego contó su aventura y el abuelo acarició su cabeza mientras les decía
a todos: “nunca olviden que si cuidamos nuestra casa y a nuestra familia,
estaremos siempre protegidos”.
“¡Qué historia
tan bonita!”, exclamé. Mi abuela sonrió y nos dijo que salgamos a jugar, pero
que nos quedemos cerca. Se puso de pie y fue hasta donde estaba la comida, tomó
un trozo de yuca, salió y lo dejó sobre una roca grande que estaba a unos
metros de la puerta.