2014/11/22

sin título, sin aire, sin suelo...


Lo mío con los perros era fobia: por más pequeño que fuese el animalito, sentía contraerse todo mi cuerpo, una angustia grande se apoderaba de mí, su ligera cercanía me producía una inquietud enorme... Ese miedo que duró hasta hace algunos años ha ido volviéndose respeto y cariño por los peluditos: ya no solo mantengo mi ritmo respiratorio cuando se acercan, ahora incluso los acaricio, juego con ellos.

No sé si tengo otra fobia, pero en mi lista de temores debe haber muchos otros menores, algunos quizá necesarios, y entre esos hay uno más grande que mi fobia a los perros, uno que se manifiesta con la misma intensidad, aunque desde dentro. Me inunda los ojos, me seca la garganta, me sella los labios y me obliga a encerrarme en mi cuarto, a meterme debajo de la cama (o al menos entre las cobijas). Este miedo enorme me pone de malas con el mundo, me hace lucir como roca: fría, dura, inmóvil, ajena a la vida que intenta rodearla y adherírsele. Ese miedo, este miedo inmenso que ahora siento tiene que ver con los que amo, con su dolor y el mío, es también ira, impotencia, angustia, hielo y fuego en la cabeza, en el corazón.

Y no, no estoy venciendo ese miedo al escribir esto, es solo un intento de escapar de él, de racionalizarlo, de volverlo un texto sin sentido que pueda borrarse luego...

Estoy aterrada de esa cueva oscura en la que se convierte mi cabeza para mi alma, pero también me asusta salir de este encierro...