2022/04/28

Catedrales habitadas por personajes atroces

"Un acontecimiento inesperado rasgó el velo que protege la vida cotidiana  de lo brutal, que la separa de lo salvaje, y ya no hubo lugar para seguir mintiendo una fe que no tenía".*


Hoy terminé de leer Catedrales, de la argentina Claudia Piñeiro, y pensé que me daría migraña: el estrés, el enojo que me produjeron las últimas páginas me causó algo así como un dolor de cabeza momentáneo. Y si he adquirido la costumbre de escribir lo que me produce cada libro que termino de leer (emociones, sensaciones, reflexiones, etc.), en este caso mis líneas van más allá: una necesidad de sacarme la bronca que me generaron un entorno, dos personajes y todo lo que causaron.

Esta es parte de la magia de los libros: no solo son una ventana para un escape placentero, una fuente de alegrías y ensoñaciones, un instrumento para aprender, una oportunidad para ampliar mentes y horizontes; son también tormentas que pueden generar angustia, miedo, tristeza, ira, indignación. Catedrales tiene un poco de la primera gama, mucho de la segunda, porque se refiere al horror, al egoísmo, a la ceguera colectiva que deriva del fanatismo, a la crueldad, a la incapacidad de asumir los errores propios y a la facilidad para hallar las culpas de los demás.

Cuando empecé a transitar por esta obra, pensé que el trasfondo estaba ligado con la represión y los crímenes de Estado de la dictadura en Argentina, me equivoqué: la historia de cada personaje está relacionada de una u otra forma con la religión y las distintas maneras de vivirla (lo que incluye el desvincularse del todo y definitivamente de ella). En este punto debo decir que crecí en una familia católica, que algunos de mis principios, valores y parámetros están relacionados con ese hecho; también dejo claro que algunas de las personas más importantes para mí practican o practicaron esa religión, por tanto puedo asegurar que conozco de primera mano lo mejor de dicha fe, pero estoy consciente de los errores y los horrores que aún hoy amparan demasiados miembros de la institución a la que llaman genéricamente "Iglesia".

No me desvío más y voy al punto: Carmen, Julián y su fanatismo. Esta es una novela polifónica, lo que implica que la historia se conoce desde la perspectiva de varios personajes-narradores y eso nos permite a los lectores tener una visión más amplia de cada acontecimiento. Los primeros capítulos son narrados por Lía, Mateo, Marcela y Elmer, el epílogo es una carta de Alfredo y todos se refieren a Ana, quien ya no está para contar su verdad. Ya para cuando interviene Marcela, la mejor amiga de Ana, se descarta completamente que el tema vaya por el lado de la dictadura o algo similar; Elmer es un criminalista y, como tal, devela parte del misterio que ocupaba a los otros personajes y Alfredo, padre de Ana, sintetiza la historia hasta ese punto en la carta que dirige conjuntamente a Lía y Mateo, hermana y sobrino. Todo lo narrado en estos apartados ya constituye una buena obra, pero son los capítulos de Julián y Carmen los que la vuelven brutal.

Julián era un seminarista que se aferraba con todas sus fuerzas a la religión y a una vocación que, con el tiempo, entendió que no existía. Carmen era la mayor de las Sardá: Lía era la segunda y Ana era la menor; por influencia de su madre y por decisión propia, ella también se aferraba ciegamente al catolicismo (o a su interpretación conveniente de él). Ambos se las arreglaron para esquivar sus culpas, acomodar sus ideas religiosas a sus deseos y así formaron una familia "ejemplar". No obstante, quienes más pregonan sus virtudes suelen tener varios esqueletos en el armario, como se dice comúnmente, ¿no?

Pasa que la crueldad es mayor cuando no se la asume como tal y la hipocresía es mayúscula cuando se la justifica sin límite: "Dios quiso, esta vez quiso. No apartó de mí esa copa, pero yo hice su voluntad, no la mía. Nada más que su voluntad". Carmen ha resultado ser uno de los personajes más crueles que he hallado en mis lecturas, quizá porque esconde su lado siniestro tras rezos que vomita sobre los pecados de los otros (la paja, la viga…). Julián no sé si llegue a ser cruel, no le alcanzan los pantalones (que no los hábitos, porque se los quitó muy rápido, incluso antes de abandonar el seminario) para tanto, pero sí es un ser despreciable por hipócrita y por cobarde. Ambos cuentan sus versiones con una desfachatez y una crudeza que impresionan, pero con la maestría de una autora que hace imposible discernir lo ficticio de lo real en el instante de la lectura: he ahí la valía de este libro.


*Lía, en Catedrales

2022/04/14

Asuntos del idioma: asuntos varios

A El idioma materno, de Fabio Morábito, no lo escogí: apareció en una cuenta de Instagram (@piladelibros), me detuve a leer algunos fragmentos que constaban en el posteo, me fijé en los subrayados y decidí que lo quería. Por supuesto, aquí no lo encontré: se lo encargué a mi hermana cuando anduvo de viaje. Hace un par de días terminé de leerlo y sigo dándole vueltas a una idea que este libro ha afianzado: hay que leer sobre leer para escribir sobre escribir, y para escribir sobre lo que sea, hay que leer mucho y leer de verdad, porque no hay letras más huecas (en el sentido literario, al menos) que las que pretenden nacer de la nada.

Morábito, autor al que hasta hace unas semanas desconocía, tiene muy claros algunos temas relacionados con la lengua: es lector, poeta, cuentista, novelista, ensayista, traductor y un ítalo parlante que ha vivido la mayor parte de su vida en México y, por tanto, ha escrito siempre en español; de su relación estrecha y multidimensional con las letras es que nace este conjunto de reflexiones y anécdotas relacionadas con el universo de las palabras. 178 páginas después, queda claro que el idioma materno no es necesariamente el italiano, en su caso, o el español o el chino mandarín; aquella lengua que compartimos todos los mortales (esto es, no-escritores y escritores) es la materna, lo que diferencia a escritores del resto (redactores incluidos) es la capacidad de "traicionar" a ese idioma para adoptar uno distinto: el literario.

Y si para referirse al escritor se requieren varios pasajes, mención aparte merece el lector-subrayador; de hecho, le dedica tres apartados y en uno de ellos comenta acertadamente que "el subrayador se vuelve un segundo autor del libro": podrían crearse algunas obras nuevas usando únicamente las partes resaltadas de cada texto. Pero lo más importante, a mi juicio, es la vinculación que hace entre la lectura, los subrayados y la introspección que se genera al reencontrarse con un libro y las frases marcadas tiempo atrás, "pues no hay como leer los propios subrayados para conocerse", es que "decimos más profundamente lo que sentimos cuando lo decimos con palabras de otros".

No recomiendo libros (mentira literaria), pero le sugiero que consiga este a quien tenga ganas de leer algo fresco, entretenido, también a quien se interese en la escritura tanto para sumergirse en ella como quien viaja en un submarino y –sobre todo– a quien tenga claro que un libro es "el animal muerto por antonomasia, hacia el cual nos inclinamos para olvidarnos de nosotros, tal como las brujas y los vampiros, exánimes por naturaleza, chupan a sus víctimas para olvidar que están muertos". 

2022/04/09

Soy Pablo (apuntes sobre La buena suerte, de Rosa Montero)

En memoria de mi madre, que me enseñó a narrar*


Mi historia dista mucho de la de Pablo: arquitecto famoso, con una infancia de pesadilla, lleno de ideas geniales pero vacío –al menos en apariencia– de amores profundos; sin embargo, soy Pablo (que la casualidad de la etimología de los nombres no es un capricho, diré a conveniencia para darle más sentido a esta afirmación). 

No hay forma de que no sea Pablo, porque sus palabras son mías, esas que noté había perdido cuando intentaba traducir mi circunstancia: "No sé si alguna vez has perdido a alguien querido y muy cercano. Cuando un muerto se va, se lleva consigo su mundo. El sentido de su mundo", le explica a Raluca, "sus objetos enmudecen: ahora ya nadie sabe qué significaba esa taza de porcelana con la que siempre tomaba el té, cuándo la adquirió, qué le recordaba […] Las cosas se vacían de historia y de esencia y se convierten en basuras. Los muertos nunca se van solos: se llevan un pedazo del universo"… y, habiendo hallado las palabras, también encontré la certeza de que mi alma es un universo que se rompió en mil pedazos y el mayor, el más bello, se fue con mi mami: ella se lo llevó porque le pertenecía.

Pablo se va de su vida, porque pesa, porque agobia, porque asusta; él cree que ausentarse físicamente de los lugares y de las personas es una forma de ya no estar o, incluso, de renacer. Yo quisiera tener el valor de tomar un tren y bajarme en una estación cualquiera, empezar de cero y ver qué pasa, a él le funcionó…, pero siendo Pablo, no lo soy: tengo claro que lo que quiero dejar atrás es lo que llevo dentro y no hay tren que me aleje de mí misma, del parásito que me habita. "El miedo es un parásito, un invasor. Un vampiro que te chupa los pensamientos, porque no puedes alejarlo de tu cabeza", y pasa lo mismo con la tristeza (que así se llama el bicho que no me deja).

Además, pienso, de qué sirve cambiar de estación, perderse en el intento de encontrarse, "recomenzar" en cualquier sitio si el mundo entero está podrido (no es pesimismo, es solo una observación a partir de lo que pasa en todos lados, todo el tiempo). Si lo que busco es convivir con gente buena, además de mi lista chiquita de afectos, y alejarme de quienes hacen mal, da igual el sitio al que vaya o en el que me quede: "la gente no se divide entre ricos y pobres, negros y blancos, derechas e izquierdas, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, moros y cristianos –dice al fin–: no. En lo que se divide de verdad la humanidad es entre buena y mala gente".

En este punto confieso que cuando compré La buena suerte, de Rosa Montero, me dejé llevar por la cita cortita que encabeza su contraportada: "La alegría es un hábito", es que buscaba una lectura serena, algo que me permita encontrar otras palabras mías que también están perdidas, emociones que no sé si vuelva a hallar…, pero fue bueno encontrarme entre líneas, leerme en el espejo de una realidad tan distinta. Y siempre, siempre, es bueno dejar que la intuición saque del estante de una librería una pase a una dimensión nueva, porque los libros también son trenes, aunque en sus estaciones nadie se pueda bajar.


*Le copio la dedicatoria a Rosa, porque coincido también en eso con su novela. Este texto (y, ojalá, algún día un libro) es por y para ella: mi mamá.