2022/02/14

 Una vez, cuando estaba en primero o segundo grado de primaria, mi mami fue a la escuela a la hora del recreo (seguramente iba a hablar con la profe o algo así), yo la vi y fui corriendo a abrazarla, ella recibió mi abrazo, me preguntó algo y luego me dijo que vaya a seguir jugando con mis amigas (dos niñas con las que me llevaba bien, pero que el siguiente año se cambiaron de escuela y no volví a saber nunca más de ellas); fui al lugar donde habíamos estado jugando las tres, pero ellas ya no estaban, resulta que quisieron hacerme una broma y se estaban escondiendo, las encontré y me enojé mucho, corrí de vuelta a donde había abrazado a mi mamita, pero ya se había ido… Empecé a llorar desconsolada, alguna chica de secundaria se acercó a preguntarme qué me pasaba, yo no lo podía explicar: lo único que quería en ese instante era un abrazo de mi mami y ella ya no estaba…

Hoy, y cada instante desde que su cuerpo ya no está, me pasa lo mismo que aquella vez, cuando tenía seis años: solo quiero que me abrace para sentir que todo está bien y dejar de llorar.


(Que se necesitan varios meses o hasta algunos años para poder superar el duelo, dicen, yo creo que nunca va a pasar el dolor de no poder acurrucarme más en los brazos de mi mamá).

2022/02/05

Coronela, Libertadora, Dulcera…, mujer: Manuela

 A Manuela Sáenz la historia (contada por hombres, descendientes de personas que la vivieron en tiempos en que ser mujer era una condena a la anulación) nos la presentó como la amante de Simón Bolívar, el gigante héroe de la América del Sur. ¿Sus virtudes y mayores méritos? Ser bella, de buena familia (aunque no reconocida legalmente por su padre y causa de vergüenza de la "distinguida" parentela de su madre muerta), expupila de un colegio de monjas y –lo más importante– haber enamorado al Libertador. La historia olvidaba algunos detalles, ya que no le fue posible olvidar su nombre, como que Manuela era una mujer muy inteligente, valiente, apasionada, y que si alguna relación tenía con la vergüenza era la que debieron sentir su padre, el resto de su familia, las monjas, la sociedad de Quito, Lima y Bogotá por despreciarla, tratar siempre de humillarla, por no dejarla ser.

Pero, como se ha dicho hasta el cansancio, al sol no se lo tapa con un dedo, y hoy los nombres de esos soles que la historia trató de cubrir con polvo, silencio y telarañas, han empezado a brillar con la luz que siempre tuvieron, incluso cuando se les obligaba a vivir según las decisiones de otros, se limitaba al máximo su vida intelectual y se trataba de convencerlas que su voz estaba destinada a ser baja, breve e intrascendente. La señora de Thorne, como la llamaban quienes se negaban a aceptarla libre, era y es para siempre uno de esos soles.

El escritor colombiano Jaime Manrique fue capaz de ver el alma de cóndor de la maravillosa Manuela y, con alguna de sus plumas que hallo en el camino hacia encontrarla, escribió una biografía novelada de esa mujer impresionante y completamente adorable, pese a la necedad de haber amado más a aquel hombre que a sí misma. Nuestras vidas son los ríos es el nombre de la narración que a lo largo de 448 páginas me permitió acercarme dichosa a la realidad de quien fue coronela en el campo de batalla, Libertadora del Libertador en la vida de Bolívar y La Dulcera que alegraba las tardes de los niños en sus últimos años en Paita.

Para concluir, basta decir que la lectura de cada línea de esta novela reafirmó mi admiración por esa mujer enorme, así como por la capacidad del autor (quien dedicó más de cuatro años a crear, pulir y publicar esta obra) de adentrarse en su esencia y transmitirla con la misma intensidad con que ella vivió. No conozco a mujer que se le parezca a Manuela Sáenz, pero sí conozco a mujeres tan maravillosas –por motivos diversos, pero siempre importantes– como ella: mis abuelas, mi mamina del alma, mis hermanas, mis tías y primas, mis amigas (todas, pero esta vez quiero mencionar a tres: Totoles, Julita y María Eugenia).